Aunque han pasado ya varios días de la explosión de alarma mundial causada por los incendios en la Amazonía correspondiente a varios países (y en la Chiquitanía boliviana, donde continúan), queda todavía una sensación humeante en la atmósfera ciudadana global. En cierto modo, la alarmante noticia fue un parteaguas en la historia de ecosistema.
Como ya se ha dicho varias veces, no era la primera vez que esto sucedía. Los incendios de años anteriores habían arrojado picos similares, o un poco más bajos. Pero en esta ocasión corrió la indignación al menos por dos razones: por la presencia de líderes ambientalmente amenazantes, como el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro; y porque en un momento las llamas mediáticas eran tan grandes que era imposible ignorarlas.
El verdadero problema de la Amazonía es la deforestación, como ha reclamado en estos días el Dr. Marc Dourojeanni, uno de los pioneros de la conservación en el Perú. Los incendios caen sobre ese territorio antes arrasado, para ampliar la frontera agrícola o para preparar el territorio con miras a la próxima campaña agrícola. El ‘fuego controlado’ es casi una variante de “no se cayó, se desplomó”. Es la explicación cínica del descuido ambiental.
Por tanto, las llamas son acaso el síntoma del desconocimiento, a veces mutado en simple tontería. Hay agricultores que creen que le hacen un bien a la sociedad tumbando un bosque, empresarios que ven a la biodiversidad como un bien de escaso valor, políticos que asumen que el cambio climático es un cuento, o ciudadanos que ven a este gigantesco ecosistema tropical como un tesoro ajeno y lejano. No hay un relato lúcido sobre este lugar.
La Amazonía tampoco es un Paraíso (aunque a veces haya partes que nos acercan al Cielo), ni una despensa inacabable, ni un inmenso campo petrolero, y menos una mina de oro. Se puede aprovechar, aunque poniendo en una balanza inteligente los riesgos, desafíos y posibilidades. Tiene recursos, ingentes, pero no soporta incursiones hirientes. La perturban las carreteras avasalladoras; la pone en guardia las mega-hidroeléctricas.
Tiene inmensos recursos genéticos, forestales, ictiológicos, medicinales. Pero no se pueden sacar con bombas, venenos o sierras eléctricas desatadas. Alberga una importante población indígena, o ribereña, así como ciudades que han crecido. No es un espacio vacío. Lo único vacío en el debate reciente sobre ella han sido algunos discursos, pobres en nutrientes, casi deforestados de ideas. Y todo esto ocurre porque no la entendemos, o ni la conocemos.
Si no la entendemos, puede que nos dé lo mismo lo que hagamos con ella. Que se queme es una anécdota. Ni los presidentes de los ocho países amazónicos saben bien qué hacer, aun cuando hace poco se hayan reunido para tomar respecto de ella medidas de urgencia.
¿No estaba en emergencia hace tiempo, sin incendios incluidos? Lo estaba, por supuesto, pero estos eventos han atizado la indignación y a la vez el desconcierto. Han demostrado que la mayoría de los ciudadanos no somos amazónicos de corazón e información. Y, como consecuencia, nos descoloca verla consumiéndose. No necesariamente porque la queremos. También porque su ausencia no nos quema tanto por dentro.